55, aviones
De pibe me fascinaban los aviones. Mi gran
deseo fue tener uno de la segunda guerra, hecho de madera balsa y todo pintado.
Siempre que podía iba a la casa de hobbies y de juguetes de colección y pasaba
un rato largo mirando en la vidriera los aviones colgados. Recuerdo que había
varios Zero, un MIG 3, un Fokker de la
primera guerra, también un Fiat Falco y un Spitfire. Todos colgados del techo
del negocio; con ese vaivén imperceptible que tienen las cosas suspendidas
cuando no hay viento, todos en un vuelo amenazador e inocente, preparados para
mostrarme un combate que duraría todo el tiempo que yo quisiera.
Mi viejo me había prometido plata para
comprar algunos de ellos. Fue en el cincuenta y cinco. Faltaban unos días para
cumplir los diez, y me preparaba para dar las pruebas y pasar quinto grado. Iba
al Fray Cayetano Rodríguez, a una cuadra de casa. Mi familia vivía en la calle
México al 1700, en el barrio de Montserrat. En la esquina de Cevallos
vivía Flora, la prima de mamá que tenía
un novio fotógrafo y cantante, en frente de casa estaba el almacén de Julio,
amigo de la familia, que nos daba fiado;
dos puertas más allá vivían los mellizos Cilenti, que iban conmigo a la
escuela y su padre trabajaba en la fábrica de cuadernos. En el barrio había todo
tipo de gente: Medio pelo, obreros, comerciantes e inmigrantes.
Yo le tenía mucho miedo a las pruebas. Estaba
flojo en lenguaje y geografía, y sobre esas debía estudiar mucho. Mi viejo iba
a enojarse bastante si yo no daba bien esas materias, sobre todo porque su
deseo era que yo iniciara el bachillerato. Tenía ilusiones de mandarme al
Buenos Aires. Por eso me prometió las maderas y las pinturas a cambio de pasar
las pruebas. La situación me torturaba; entré en un río de desesperación que
terminaba en una gran catarata. A medida
que se acercaba el momento de las pruebas, una sensación de caída libre que me
oprimía la panza aumentaba más y más.
A pesar de todo, di bien los exámenes. Salí
tan bien que mi maestro aseguró que con las notas que me había sacado iba a ser
el abanderado para los festejos del 20 de junio. Eso puso muy contento y
orgulloso a mi papá. Pero unos días después, Guillermito Gómez Lay, el hijo del
Doctor Gómez Lay, abogado y asesor de un diputado, fue propuesto para portar la
bandera de los festejos. Su papá acostumbraba a dar importantes sumas de dinero
a la cooperadora, de modo que cualquier cosa que hiciera Guillermito era bien
considerada por todos, especialmente por Zuviría, el director de la
escuela. Cuando se enteró, mi viejo se
llenó de odio e indignación. Estaba decidido a apretarlo a Gómez Lay a través
de dos compañeros del sindicato o ir a trompearlo él mismo. Directamente. De no
ser por mi vieja que lo calmó, el asunto hubiera sido un tremendo escándalo.
Unos días después fue a hablar con mi maestro, con quien tenía buena relación.
Compañero, se decían entre ellos. Mi maestro se llamaba Ferro, era un hombre alto y delgado, venía de
Córdoba y me daba gracia su acento al hablar, tenía cerca de treinta años. Su
pelo era oscuro y lacio, que siempre llevaba bien peinado. Detrás de su imagen
dura jamás faltaba una caricia en nuestra cabeza o unos caramelos que tenía en los
bolsillos de su guardapolvo, y que nos daba, así porque sí. Un día, Ferro no
vino más. Se había ido a otro colegio, lejos. A Pehuajó, decían. Recuerdo que
no habían terminado las clases, todavía. Fue de repente y yo lo extrañé mucho.
Para apaciguar las cosas en la escuela, Ferro
y mi viejo fueron a hablar con Zuviría. Nadie quiso que me enterara de eso, lo
supe porque me lo había contado mi abuelo Enrique. Yo seguía preparándome para
las pruebas de los meses siguientes, mientras mi viejo no se cansaba de decirme
que yo iba a ser el próximo abanderado.
Una vez, volviendo de la escuela, se
escucharon unas explosiones muy fuertes que venían de lejos, más fuertes que
los cañonazos de las fiestas patrias. Mi viejo, que ese día se encontraba
trabajando en el taller, lo cerró y se vino con nosotros a casa. Nos metimos
los cuatro debajo de la mesa del comedor; arriba quedaron los platos y
cubiertos preparados para el almuerzo. Estuvimos mucho tiempo así, abrazados.
Mamá lloraba, el viejo puteaba. Después de un rato, el abuelo salió del refugio
y puso la radio. Unos aviones militares habían tirado bombas en la Plaza de
Mayo. Había cientos de muertos y heridos en las calles, edificios en llamas y
el desconcierto era generalizado. Un
trolebús lleno de niños de un colegio de Lanús, que iban de excursión por la
plaza, fue alcanzado por una de las bombas. Ninguno sobrevivió.
Desde
ese entonces la tristeza de mi viejo fue creciendo, al igual que su bronca.
A finales de agosto comenzó otro período de
pruebas. Fue una semana de aritmética y geometría, lenguaje, geografía,
historia y educación cívica. Algunas fueron escritas, otras orales. En la de
Lenguaje estuvieron presentes -además de Ferro- Zuviría y un inspector llamado
Cáceres. De este se decía que venía encomendado directamente por alguien
importante del Ministerio, cuyo nombre no recuerdo ahora. En ese oral leí de
corrido cuatro páginas de Abriendo horizontes, conjugué el verbo hacer
y recité un poema de Berdiales. Estaba en trance, recordaba cada palabra. Al
final del poema alcé la voz, logrando aplicar todo lo que me habían enseñado en
declamación. Nadie interrumpió. Cuando terminé, Ferro y el inspector sonreían
encantados. A Zuviría le escuché decir por
lo bajo:
- Qué bien, cómo están estos descamisaditos.
El
maestro Ferro hizo un gesto para que me sentase. Luego, durante el recreo, se
acercó y me dijo:
-
Decile a tu papá que vas a ser el próximo abanderado.
Me
tocó la cabeza y se alejó por la galería de vidrios repartidos. Atravesó un
rayo de luz que provenía del patio y su guardapolvo blanco se iluminó tanto que
por un momento tuve que cerrar mis ojos.
Volví a abrirlos y Ferro ya no estaba.
El
inspector y Zuviría me sobrepasaron y caminaron juntos hacia la Dirección. Uno
comprimido en un traje de franela gris, el otro, con su guardapolvo almidonado. A los pocos minutos, Ángela, la
cocinera entraba a la Dirección llevando ceremoniosa café. Quedé solo en la galería, mientras mis
compañeros jugaban en el patio. Sentí una especie de liberación y desahogo.
Creí que los próceres de los cuadros me
felicitaban, que me hacían lugar con ellos. Hasta Sarmiento me pareció
simpático. Estaba desesperado por darle la noticia a mi viejo. Cuando salí de
la escuela, corrí sin parar al taller. Al enterarse, mi viejo cerró todo y me
llevó a comprar un delantal, zapatos de charol y medias nuevas. Pero mi vieja
trataba de calmarlo, de convencerlo de que no hiciera ninguna compra. Calabresa
como era, sólo veía desgracias en los festejos anticipados. Los hombres de
nuestra familia eran gente muy impulsiva. La suerte nunca estuvo de nuestro
lado. Mi abuelo Enrique fue marinero y llegó a Buenos Aires para escapar de un
asunto oscuro en Treviso. Se decía que había matado a un hombre en una pelea
por una partida de cartas. Tuvo un metejón con una griega, esposa de un
sargento del ejército, y se fue a vivir con ella a Montevideo. Tuvieron dos
hijos, Antonio y Nicolás, mi viejo. Mi abuela murió de tuberculosis en el
veintinueve. Ese año se volvió para Buenos Aires con los dos pibes. Crecieron
al cuidado de una vecina del conventillo donde vivían, mientras mi abuelo los
mantenía como podía, trabajando de viajante de comercio, pues la compañía
naviera en la que estaba empleado había quebrado. Decían, también que tenía
varias mujeres en el interior.
El
tío Antonio y papá iban al Don Bosco, pero a los doce el tío se escapó del
colegio y no volvió más, se dedicó al arte. Una vez le dijo a mi abuelo que le
gustaba ser actor y se fue por el mundo con una compañía de teatro. Nunca más
supieron de él, hasta que un día llegó un baúl al conventillo. Era del tío. El
baúl era de madera pintada de negro con estrellas blancas en la tapa. Adentro
había un sombrero con una pluma, una capa aterciopelada de color azul, varias
cartas manuscritas, hojas con membrete de un hotel de Lisboa y un reloj de
bolsillo. Una nota, firmada por un tal Fermín, decía que había muerto de hambre
y enfermedad en una cárcel franquista. Luego del colegio de curas, mi viejo fue
a la Escuela de Artes y Oficios, y ahí se especializó en herrería. Trabajó en
una metalúrgica cerca del barrio de Constitución, y en el cincuenta y uno se
convirtió en delegado sindical. Antes se casó con mi mamá. Del conventillo
fueron a vivir a la casa de la calle México, más tarde se les sumó mi abuelo
Enrique. Eso fue antes de que yo naciera. Sin abandonar la fábrica, mi viejo
puso su propio taller de herrería a lado de nuestra casa. Un negocio hecho con
ingenio y cuentas impagas. A esta legión de hombres se enfrentaba mi vieja, que
siempre pensaba que un mínimo gesto descontrolado de vitalidad prefiguraba un mar
de desdichas. Cualquier brote de felicidad podría ser la entrada a un infierno
eterno. Ella desconfiaba de la fe ciega
sobre las posibilidades del hombre, como
la tenían mi viejo y mi abuelo. Y luego estaba yo, el hijo del herrero
peronista, repartido entre temores y entusiasmos.
Con la insistencia de mamá, el viejo sólo
alcanzó a comprarme los zapatos, porque
los necesitaba, de todas formas. Al poco tiempo apareció la nota en el boletín.
Los días siguientes fueron de alegría y preparación. Me compraron el
guardapolvo y medias. La vieja separó la camisa más nueva que yo tenía, era una
blanca que había usado para la comunión. Pese a haber estado guardada en una
caja oscura, la volvió a lavar, le puso blanqueador y la planchó. Mi viejo armó
una fiesta en casa. Vinieron los vecinos, primos maternos, amigos, compañeros
del partido y del sindicato. Hubo música y hasta pude probar un poco del licor
de limón que preparaba mamá. Para todos fue como festejar una victoria contra
los cogotudos del barrio. Los días fueron pasando y yo no me atrevía a
recordarle la promesa que me había hecho. Tiempo después, supimos en casa que
Perón había caído. El viejo estaba abatido y muy preocupado, cuando nos lo
dijo.
Entre
pitos y flautas, octubre llegó y yo no tenía mi avión. Entonces se me ocurrió
preguntar por el desfile y ver si de esa manera se acordaban de la promesa. Fue
un domingo al mediodía, estábamos todos sentados a la mesa comiendo.
-
Este año no habrá desfile en octubre, Martín –respondió mi viejo. Y luego agregó:
- Pero no te hagas problemas, vos las maderas las vas a tener y podrás hacer muchos aviones.
Me lo dijo, y su sonrisa fue breve.
- Pero no te hagas problemas, vos las maderas las vas a tener y podrás hacer muchos aviones.
Me lo dijo, y su sonrisa fue breve.
En esos días, mi viejo pasaba bastante tiempo
con nosotros, sólo iba a su taller. Recuerdo que a mí me gustaba cuando se
quedaba en casa. Sentía felicidad con ese hecho nuevo, tan sólo porque podía
jugar un poco más conmigo o porque lo veía hacer cosas que antes no se las
había visto nunca. Lo veía afeitarse, fumarse tres cigarrillos seguidos,
escribir en un cuaderno, soldar rejas.
Al
fin, mi viejo me dio la plata para comprar las maderas y pinturas para armar
los aviones. Fue en noviembre. Recuerdo que ese día hubo mucho revuelo y a casa
llegaron dos compañeros suyos del gremio para hablar con él. Por la noche se
oyeron disparos y corridas en la calle. A la mañana siguiente no fui al
colegio. Me levanté, tomé el mate cocido y a pesar de que la vieja no quería
que saliera, me fui sin que me viera a la casa de artículos de colección y
hobbies de la calle Entre Ríos. Entré y le pedí un Messerschmitt y un Spitfire
para armar. La plata no alcanzaba para las pinturas y yo no quería dejar el
Messerschmitt. Cambié el otro por un Hellcat, un caza norteamericano que iba en
los portaaviones. Acepté el cambio porque el vendedor me aseguró que se le
podía plegar las alas como al de verdad. Luego puso todo en una bolsa de papel:
maderas, planos, pinturas, y varios calcos. Me fui del local saludando varias
veces al vendedor. Corrí a casa imaginando el día que tendría junto a mis
aviones. Por suerte, en la calle había poco movimiento, todo estaba muy sereno
y casi no había autos circulando, por eso cruzaba las esquina sin tener que
parar tanto para mirar a los dos lados, como me habían enseñado. Cuando llegué
a la esquina de Chile y Solís me topé con un grupo de hombres. Todos estaban
trajeados, algunos llevaban un brazalete
con una cruz y la sigla “A.C.A”.
Hablaban entre ellos y lo hacían fuerte. Sentí miedo y dejé de correr.
Decidí cruzarme a la otra vereda, cuando uno de ellos me llamó.
-
Ché, nene, ¿adónde vas? Era el doctor Gómez Lay. Lo vi y me paralicé. Creí que
me iría a preguntar por el colegio, no quería que pensara que me había hecho la
rata; pero se me acercó y con voz suave
me preguntó:
-
Vos sos el hijo del metalúrgico. –
Sí,
señor –respondí.
-
Sabés que hoy es medio peligroso salir a la calle, ¿no te dijo tu papá?
Y,
antes de que pudiera responder, otro hombre del grupo, uno con brazalete, me
preguntó qué tenía en la bolsa, estirando al mismo tiempo su mano hacia ella.
-Aviones
–dije, y traté de alejarle la bolsa. Él
se abalanzó hacia mí, me agarró de la camisa y me pegó una patada en el culo.
Caí encima de los otros hombres que comenzaron a reír. La bolsa fue al suelo.
El hombre la levantó.
-
Aviones. Un peronista con avioncitos- les decía Gómez Lay a sus amigos que
seguían riéndose, mientras yo, tirado en el suelo sobre los zapatos lustrados
de esos hombres, miraba al del brazalete que armaba el Messerschmitt. Luego me
dijo:
-
Mirá cómo vuelan tus aviones.
El
del brazalete sostenía el Messerschmitt con su mano, hizo unos rulos en el aire
y luego lo estrelló contra el adoquín de la calle. Ahí nomás se encargó de
romper el resto de las maderas con el pie, dejando la vereda llena de astillas.
Al pisar la bolsa estallaron los pomos de pintura salpicándonos a todos con
diversos colores.
-
Peronistas de mierda. Habría que matarlos de chiquitos- gritó al verse todo
manchado. Siguió diciendo cosas sobre los peronistas, pero no oí nada más. Me zafé
de ellos y salí corriendo por Solís.
A
unas cuadras de allí, vi cómo cuatro hombres llevaban a uno. Dos lo agarraban
de cada brazo que mantenían extendidos, un tercero lo tenía agarrado de los
pelos, haciendo que mire el piso, y el cuarto le pegaba piñas en la espalda y
patadas en las costillas. Luego doblaron en la esquina, llevándoselo, y ya no
los vi más.
Seguí el camino de vuelta a casa. Había
dejado de correr. Me temblaban las patas y respiraba con dificultad. Lloré. Por
las calles desiertas, en el aire de la media mañana se turnaban el olor a
comida con el de las flores nuevas de los árboles. El camino se me hacía
infinito, y yo iba manchado de colores, con la lámina de calcos aferrada a mi
mano, llorando con tanta amargura como
jamás volví a hacerlo. Al llegar a la esquina de casa, dos perros callejeros se
me adelantaron, uno meó la pared del edificio y el otro entró al taller. Tardó
en salir. Me di cuenta de que la puerta estaba abierta, así que entré. Todo
estaba revuelto, la vidriera rota por completo. Sólo estaba Julio, el almacenero,
agachado junto a la mesa de trabajo con el delantal puesto, mi abuelo tirado a
sus pies. Pisé unos vidrios y julio se dio vuelta de inmediato.
-
Dónde carajo estabas- me dijo al verme –estuviste fuera de tu casa mucho
tiempo…..unos tipos mataron a tu abuelo.
Julio
se volvió hacia mi abuelo y con un pañuelo le limpió los escupitajos que tenía
en la cara.
-
Por suerte estaba solo -dijo, mientras
le acomodaba sus pelos y le cruzaba los brazos en el pecho.
-
Qué bárbaro, resistió todo lo que pudo. Si no hubiera sido por su corazón…..
Se
levantó y del mostrador sacó una frazada de lana marrón oscura, bien doblada.
No era nuestra, sin dudas Julio la había traído de su casa.
-
Dale, ayudame, así lo tapamos.
Agarré
la frazada de una punta, Julio de la otra. La pusimos sobre el abuelo. Yo le
toqué el pie sin querer, y saqué rápido mi mano. Tenía diez años y era la
primera vez que había visto a un muerto. Entonces le dije:
-
Tengo miedo. ¿y mi papá y mi mamá?
Julio
se acercó y me apretó contra su pecho. Sentí el olor a queso y fiambre que
impregnaban su delantal blanco y manchado. Recuerdo que lo abracé como si fuera
la última persona de este mundo.
-Que
bravo tu abuelo. Por desgracia entraron los de la Acción Católica. Esos no
perdonan, si no, no hubiera pasado nada.
Terminó
de tapar al abuelo, se sacudió las ropas y me agarró la mano con fuerza.
-Vení,
vamos a casa –me dijo.-Tu viejo te anda buscando desde temprano. No vaya a ser
cosa que se asuste más.
Y
así nos fuimos hasta su casa, en la que mis viejos se escondían de los Comandos
Civiles de la Libertadora.
mam,
2011
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