Alta
Mar, 1811
Te escribo
esta carta, amada Lupe, con la seguridad de que jamás habrás de leerla, pero aun
así siento la necesidad de escribirla. Tengo que hacerlo. Sé también que puedes adivinar lo que
escribo, como yo también lo hago con tus innumerables cartas que no he leído
desde que salí de Buenos Aires. Cada párrafo tuyo es para mí como un camino que
hube recorrido y disfrutado mil veces. Sé cuándo me contarás de nuestro
Marianito y la escuela, de los asuntos de mi estudio, y de tu pena, amor mío, tan grande como este
ancho mar que ahora me rodea.
Para escribirte me hago un espacio entre mi trabajo en la
traducción de El Joven Anacharsis, que ya debe ser declarada inconclusa,
y las curas de mi hermano Manuel. El pobre me ha atendido tanto que ya no tengo
vida con que pagarle. Además le pedí que te cuidara mucho, y también a
Marianito.
Ahora estoy en la cubierta, el aire fresco de la
mañana me hace bien pero seca la tinta tan rápido….. Aquí siento una brisa que
se enreda con la solapa de mi chaqueta y sacude las invisibles hojas en las que
escribo. Parece cómplice del mecimiento de este barco. Como si quisiera
molestar o intentar robarme las palabras. No la dejo, le ordeno que se ocupe de
henchir las velas y mover este cascarón, que ya está maldito. Sin vientos, me
siento atrapado aquí, en alta mar. Yo, el decidido, el que conoce el beneficio
de un rigor oportuno, el malvado Robespierre al que no le tembló el pulso para
reprimir a Liniers, a Concha y todos sus seguidores. Yo, el jacobino extremista, termino en el
medio de ningún lado. ¿Por qué tuvimos que cambiar de barco? ¿Por qué no haber
seguido con el Misletoe? Acá todo está condenado, amor mío. Todo se ha convertido en algo furtivo, al
igual que el viento: los marineros, el capitán de mirada torva que me dio los cuatro
gramos de emético, y hasta nuestra revolución.
Anoche tuve una pesadilla. Estaba en
un banquete junto a hombres ilustres de la ciudad. Entonces alguien me vendó los ojos, como cuando
jugábamos al gallito ciego. Los tenía tapados, pero igual veía a todos: al Deán
Funes, al Capitán Duarte -totalmente borracho-
y a Chiclana que reían a carcajadas mientras yo intentaba tocarlos. Se
desvanecían y luego volvían a aparecer, riéndose
cada vez más y más fuerte. Mis brazos continuaron estirándose inútilmente
hasta que me di vuelta, vi un telón de
teatro que se abrió, y allí mismo apareció Saavedra. Él no reía. Algo me decía,
pero yo no escuchaba. Vestido con uniforme de gala, me hablaba una y otra vez,
hasta que de pronto me dio la espalda y todo se tiñó de oscuro. Me despertó un dolor
agudo en mi abdomen y pedí a Manuel un trago de agua. Así estuve, Lupe de mi
corazón, toda la noche hasta que me llevaron a cubierta. Conmigo subieron los
felices recuerdos de Chuquisaca, cuando estábamos juntos y yo disfrutaba el
brillo de tus ojos negros. Te recuerdo hermosamente, Guadalupe. En mis manos tengo tu camafeo que me llena de
energía, porque te siento cerca. Temo por lo que te pase, por estar en Buenos
Aires con esa gente inescrupulosa y traidora. Recuerda bien esa poesía que
alguna vez escribí:
Todo en el mundo es vaivén,
Nada tiene firme ser
Y cuando empieza a nacer
empieza a morir un bien.
No la olvides. No confíes en ellos. Si tienes
algún problema ve a Manuel, si es que a él mismo no le ocurre nada malo en lo
que resta de este infausto viaje. Puedes ir sino al Café de Marcos, allí sí
están todos mis verdaderos amigos.
Los dolores son mayores cada vez y casi no puedo
respirar. Veo a las nubes blancas mezclándose como en un cuadro con el rostro
de Manuel, que me mira desesperado. Le digo que no pida auxilio, que no llame a nadie. Ellos no
vendrán a verme morir.
Las nubes dejaron de ser blancas y no siento la
brisa jugar conmigo.
Alguien, no sé quién (pues ya no veo), arrancó tu
camafeo de mi mano y lo cambió por un crucifijo. La bandera del imperio me
amortaja. Me arrojan al mar, querida Lupe; desciendo lenta pero
continuamente. Vuelvo suave al útero y
me llevo una parte de tu cordura. Me deposito en el fondo, donde nada se
escucha. Comprendo, ahora, que el dolor de la ausencia no pertenece al tiempo
ni a la distancia sino al silencio. Un silencio intacto, que llega a la Patria con las olas de este
mar; devuelvo sin querer esa voz muda que prefieren los traidores y tiranos.
¿Cuántas almas en este piélago de desdichas serán suficientes para aquietar la
espada de los opresores? ¿Cuántas mujeres como tú, seguirán día a día
preguntándole al mar dónde están sus hombres y sus hijos, o si alguna vez volverán?
Te escribo, amor mío, seguro y doliente por
saber que ésta es la única de todas las cartas que te he enviado, que jamás
podrás leer.
Tu amado Mariano.
Marcelo Monzón (2005)